Un propósito

3.7.06

Mientras dormía

Me despego del fondo del terciopelo que recubre el asiento del colectivo, los ojos no saben en donde me encuentro, sospecho que alguien jugó con mi percepción mientras dormía entre el hastío de los carteles luminosos. Nadie me dice en que dirección estoy yendo, mitad porque no les pregunto, mitad porque eso a ellos no les incumbe. Pero debo llegar lo más pronto posible, es la sensación de estar perdiendo el tiempo inútilmente mientras el chofer dibuja gruñidos hacia sus amigos taxistas. El paisaje es casi el mismo de siempre, salvo por ese rocío helado que carcome el techo de mi impaciencia, la indiferencia del maltransportador urbano, y, por qué no, el aire casi irrespirable de esta prisión urbana eterna endeble avefenixiana. Y la verdad no se cae de madura, todavía no puedo deducir por qué (desde que tengo uso de mi sinrazón) esta prisa malsana se acelera hacia la angustia incontenible. Los pulsos hacen más ruido que el percibido desde este lugar privilegiado de pasajero efímero. O tal vez la ventanilla logra engañarme, en realidad estoy viendo el silencio de los sonámbulos que van golpeándose con el aire de la madrugada hacia sus diversos destinos. Un hombre lleva el diario de este lunes pesado como el olvido que sobrevendrá cuando deje de leerlo y lo arroje al fondo de un carrito juntapapeles. Un paseador de perros les ladra a las indefensas criaturas, amenazándoles con silbato indolente, pero sus caninos clientes se complotan para ofrecer una mayor resistencia. El paseador disfruta de esto y pone su mejor cara de nada debajo de lentes oscuros y pasados de década. Una señorita cruza desesperada la avenida, mientras deja por el asfalto una docena de piropos y otras manifestaciones orales que intentaban agolparse en su graciosa figura. Una anciana de aspecto frágil sale a correr en los alrededores de una plaza como si fuera a terminarse el mundo y deseara escaparse del inevitable fin. El esqueleto desnudo de esta ciudad se seguirá llenando, como un vaso de agua que se desborda para que todos sorbamos de su líquido inmobilizador. El colectivo que me contiene decide expulsarme violentamente para que, con el nuevo impulso dado, pueda llegar al destino escrito por los dioses de la causalidad. Antes de entrar a mi oficina preferida, alguien vestido de negro me golpea en el hombre, diciéndome que debo llamarla. Intento agradecerle pero se aleja golpeando a otras personas, advirtiendo de calamidades varias. Busco por todas partes ese maldito teléfono que me regalaré dentro de doce días; debí dejarlo a un costado del escritorio, dentro del cesto de papeles donde tiré uno por uno los envoltorios de su desdulzura. El ascensor no entiende razones y sube hasta el último piso donde fallecerá sin explicaciones. Las escaleras escupen sus carcajadas a medida que el aire se declara en huelga y no entra en los pulmones. Por fin el pasillo que dará al gris cubículo está a la vista. Saco el celular del cesto y el menú me guiará hacia sus oídos. Pero otra vez su voz mecánica de contestadora digital me obligará a bajarle el pulgar. Y sigo bajando hasta el restaurante que están reconstruyendo luego del incendio. Le pregunto a alguien (lleva, a manera de casco provisorio, una gorra con los colores de un equipo de rugby) cuando lo reabrirán; me contesta que dentro de un mes. Igualmente le pido un café doble, me lo trae, lo saludo y reanuda sus tareas. Evidentemente en este país lo único que avanza es la construcción.

2.7.06

Cenizas de un día cualquiera

Me subo al taxi. El chofer está ausente, le indico el destino probable, arranca el auto sin prisa. El mundo esta mañana corre como si fuera la última vez que habremos de respirar. Los semáforos parpadean su propósito, despreocupados de los avatares de la gente. La radio del taxi se enciende sin que la hayan tocado. El locutor de turno se ríe de lo mal que lo estamos pasando, mientras los pronosticadores habituales vaticinan nuevas derrotas. Y cruzo la esquina donde crecen las violetas. Y me basta con bajar la ventanilla para percibir la fragancia que tu recuerdo dejó impregnado en la memoria. Esta vez no estarás, me repito. Este año nuevo, dentro de trece días, no salpicarás con las sonrisas el dulce conteo del tiempo transcurrido. Le sugiero al taxi otro camino, para evitar la concentración de los que protestan por el aumento de la cebolla. Desde luego que él hace caso omiso a mis sugerencias. Nos acercamos, les vemos el rostro a cada uno; al aplastar al quinto manifestante el resto decide dejarnos pasar. Es increíble como el diálogo logra persuadir a las personas. El clima no ayuda demasiado con su presencia de soles furiosos. Y, como dicen por ahí que cambiar de taxi es cambiar de suerte, decido bajarme luego de propinarle un sonoro portazo, en obvia referencia a su amabilidad tan humildemente dispensada. Corroborando lo susodicho, al subir al nuevo taxi, las nubes comienzan a formarse para dar paso a la tormenta que me saque de este bajón publicitario. Paso por la esquina de las fresias, tu aroma inocente me invade y no puedo evitar sentir ganas de no llamarte, deseos de arrinconarte en algún día amarillo, de encontrarte dispuesta a lloverme concupiscencias. El taxista me avisa que debo bajarme; se quedo sin combustible sus ganas de trabajar. Debo reconocer que la poca originalidad de su recurso obedece a algún extraño designio que no llego a comprender por completo. Casualmente llego al bar donde siempre te escribo los escandalosos pedidos y los insulsos comentarios de rutina. La única diferencia es que esta excepcional vez el gastronómico local se está incendiando. Ya sabía que en cualquier momento el exceso de ají molido en las comidas iba a provocar algún desastre. Saco el traje antiflama de la mochila. Está algo arrugado, pero espero que nadie lo note. Me siento sobre las cenizas esperando el delicioso capuchino que suelen servir. Suena un celular, pero el dueño calcinado prefiere quedarse inmóvil antes que contestarlo. Lo tomo con algo de reticencia y escucho el mensaje. Era el aviso de una bomba incendiaria, le contesto que ya es tarde. Claramente en este país no se puede hacer algo que en seguida te lo copian. El café no llega. Creo que es hora de quedarme. No podría seguir el resto de la jornada sin haber desayunado.